Había sido un día muy largo. Puse los pies sobre el escritorio, me eché para atrás en el sillón y cerré los ojos. Enseguida me quedé dormido.
En el sueño yo estaba sentado en un barucho. Estaba bebiendo un whisky doble con soda. Estaba solo en el bar, a excepción del camarero, que parecía un hombre bastante confuso. Estaba sentado en el otro extremo de la barra leyendo The National Enquirer. Entonces entró un tipo realmente mierdoso y con aspecto de crápula. Necesitaba un buen afeitado, necesitaba un corte de pelo, necesitaba un baño. Iba vestido con un sucio impermeable amarillo que le llegaba hasta la parte superior de los zapatos. Bajo el impermeable se podía ver una camiseta blanca y una corbata naranja descolorida. Vino hacia mí como un viento apestoso. Se sentó en el taburete que había a mi lado. Yo di un sorbo a mi copa. El camarero miró. Nuestras miradas se encontraron.

– Estoy hambriento –dijo el camarero–. Estoy tan hambriento que me comería un caballo.
– Me gustaría que fuera uno de esos a los que he apostado –dije yo.

No era extraño que tuviera un aire confuso. No valía gran cosa. Estaba más delgado que un raíl. Las mejillas hundidas, delgadas como papel. Miré hacia otro lado.

El otro tipo seguía en el taburete de al lado. 

– Pst... –empezó. Yo no le hice caso. Volví a mirar al camarero.
– Oiga –le dije–, me voy a acabar la copa, así podrá usted cerrar, ir a algún sitio y comer algo.
– Gracias –me contestó–. Tengo que tener abierto. Pero estoy bien. Ya se
me ocurrirá algo.
– Pst... –volvió a hacer el tipo que estaba a mi lado.
– Déjame en paz, amigo –le dije.
– Tengo información...
– No la necesito. Leo los periódicos.
– Es información que no viene en los periódicos.
– ¿Sobre qué?
– El Gorrión Rojo.
– Eh, camarero –dije a voces–, ¡una copa para este caballero! Póngale un
ron con Coca–Cola. El camarero se puso a ello.
– ¿Vive usted en Redondo Beach? –me preguntó aquel tipo.
– En Hollywood Este.
– Conozco a un tipo que se parece a usted, vive en Redondo Beach.
– ¿Ah, sí?
– Sí. Llegó la bebida. Se la bebió de un trago.
– Yo tenía un hermano –dijo–, vivía en Glendale. Se suicidó.
– ¿Se parecía a ti? –le pregunté.
– Aja.
– Entonces se comprende.
– Tengo una hermana, vive en Burbank.
– Corta el rollo.
– No es un rollo.
– Quiero que me hables del Gorrión Rojo.
– Claro. Le voy a poner sobre la pista.
– ¿Y bien?
– Tengo sed. 
– ¡Camarero! –dije a gritos–. Otro ron con Coca–Cola para este caballero!

El tipo se puso a esperar su copa. Llegó. Se la echó garganta abajo. Luego se volvió y me miró con ojos brillantes, legañosos, vacíos.

– Tengo al Gorrión conmigo –me dijo.
– ¿Qué?
– Quiero decir que lo tengo en el bolsillo.
– ¡Fantástico! Veámoslo. Se puso a hurgar en un bolsillo. Siguió hurgando.
– Hmmm... parece que no lo encuentro... 
– ¡Gilipollas! Te estás quedando conmigo! Te voy a moler a palos.
– Sé que lo tenía por aquí.
– Te voy a retorcer el pescuezo, imbécil.
– Espera... espera... aquí... sí. En el otro bolsillo. Es que estaba buscando
en el bolsillo que no era.
– ¿Ah, sí?
– Sí, mire... mire... aquí está.. ¡el Gorrión Rojo!
Se lo sacó del bolsillo y lo puso sobre la barra. Miré. Era un pichón muerto.
– Eso es un pichón muerto –le dije.
– No –me contestó–. Es el Gorrión Rojo.

Puse unos billetes sobre la barra para pagar las copas y luego me puse
de pie y agarré al tipo por el cuello de su inmundo impermeable. Le fui empujando hacia la puerta y le eché a la calle. Me di la vuelta para cerrar la puerta y vi al camarero. Tenía el pichón en la mano y se lo estaba comiendo a mordiscos. Tenía la boca llena de plumas y de sangre. Me guiñó un ojo.
Entonces sonó el teléfono de mi mesa y me desperté.

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